La segunda edición del Premio de Narrativa Colombiana, que promueven la Universidad, el Grupo Familia y Caracol Televisión, tuvo como ganador al escritor nacional Andrés Felipe Solano Mendoza. La noche del martes 26 de enero de 2016 recibió el reconocimiento en el Auditorio Fundadores de EAFIT. El autor obtuvo el galardón gracias al libro Corea, apuntes desde la cuerda floja.
Ana Cristina Restrepo Jiménez
Colaboradora
¡Luz verde en Skype! A las 5:30 de la mañana, hora de Colombia; 7:30 de la noche, en Corea; todavía en piyama, me conecto con Andrés Felipe Solano Mendoza. El cronista cumple esta primera cita desde una habitación con paredes blancas, de apariencia casi quirúrgica: no hay cuadro, ni mancha, ni clavo, ni anaquel que revele la presencia humana.
La residencia de escritores donde se aloja en Seúl transmite la soledad de los espacios –antes o después– de una mudanza. Sobre su escritorio, una lata grande con el corcel de fuego distintivo de la cerveza japonesa Kirin Ichiban. No toca la bebida durante toda la entrevista. Se la había tomado antes de conectarse.
“La cerveza coreana es muy mala, pero a veces me hace falta: es mala, pero desarrolla cierta cosa”, dice. Su nivel de dominio del coreano, elemental, incluye palabras necesarias para sobrevivir en la ciudad. Por ejemplo: 맥주 (maegju), en español traduce cerveza.
En la obra de Andrés Felipe Solano la gente toma cerveza. Come, mientras oye música. Va al baño. Se queda callada con y sin razón. Sus historias no exponen la vida cotidiana como una puesta en escena perfectamente planeada, las imágenes y situaciones que evoca no son asépticas, pero tampoco bordean los límites de la condición humana. La rutina, la calle, la casa, el bus, las personas como uno, las memorias que podrían ser las propias –sin falso recato ni heroísmo– recorren las páginas del escritor bogotano. Su libro Corea: apuntes desde la cuerda floja o “el diario” –como él prefiere llamarlo–, mereció el Premio Biblioteca Narrativa Colombiana 2016, que promueven EAFIT, el Grupo Familia y Caracol Televisión.
En la misma línea de Luis Miguel Rivas e Ignacio Piedrahíta, la propuesta literaria de Andrés Felipe Solano puede ser considerada como marginal.
Aunque su prosa se escapa de lo rutinario, mantiene el interés en la rutina: recobra el sentido esencial y bello de la cotidianidad y, en los puntos más sublimes de la narración, logra encontrar la poesía en lo común y corriente.
A partir del auge del periodismo narrativo, las historias de no-ficción en los años sesenta, el uso de la primera persona ha logrado adeptos y contradictores. La luz cenital sobre el escritor-protagonista, que suscita el pudor de algunos lectores y autores, no asusta a Solano: “Mi vida es mi cantera”.
“Poco a poco tendré que ir saqueando mi vida para ofrecerla al mejor postor”, escribió en su diario.
La fórmula creativa de Andrés Felipe Solano consiste en no tener ninguna: sus personajes permanecen a la deriva, dependen del destino como cualquier mortal. Por eso, sus libros se parecen tanto a la vida misma.
A los 18 años, Andrés Felipe recibió un diario de su abuela materna, Estela Hurtado, con quien vivió durante sus años de estudiante de Literatura en la Universidad de los Andes.
Se trataba de las memorias de Lisímaco Mendoza, abogado del Quindío y abuelo materno de Solano, quien las había registrado con juicio desde los 18 años y durante 18 años. Hijo de un amigo cercano de Laureano Gómez, Lisímaco era un conservador de talante humanista que cayó abatido en una plaza de pueblo, en medio de un duelo a muerte con un liberal. La última entrada del diario data de 1953: “Estoy a la espera de la muerte, el milagro o el misterio”.
Andrés Felipe nunca ha podido descifrar qué clase de tipo era su abuelo, cuyas notas giraban en buena medida en torno al suicidio, no solo el propio sino de sus amigas, quienes al son de unos tangos intentaban matarse ingiriendo pastillas de Veronal o tirándose a las vías del tren.
En la biblioteca del abuelo, Solano se inició en la lectura, con obras como La montaña mágica, de Thomas Mann, adobadas con los subrayados y notas del dueño de los libros.
Tal vez, las lecturas de Lisímaco conectadas con aquel viejo diario, despejaron el camino de la escritura para Andrés Felipe.
Aun cuando escribe ficción, la experiencia propia sigue siendo la cantera: la casa de Los hermanos Cuervo es la misma de la abuela en el barrio Palermo, donde Solano pasaba las navidades y almorzaba fríjoles cada sábado. Rosa, la abuela de los Cuervo, es inspirada en Estela Hurtado.
Bety, la madre de los hermanos Cuervo, cobró vida literaria con fragmentos de Gloria Mendoza, la mamá de Andrés Felipe, una joven rebelde que no quiso entrar a la universidad y se fue sola a los Estados Unidos, sin aceptar dinero de sus padres. Al regresar a Bogotá, estudió secretariado bilingüe.
En las oficinas de la aduana, Gloria conoció a Hugo Solano, con quien estuvo casada durante 30 años y fue el padre de sus hijos.
En los años ochenta, la adolescencia de Andrés Felipe Solano transcurrió entre los salones del colegio jesuita de San Bartolomé de la Merced y frecuentes viajes en carro a la casa de campo de sus padres, a dos horas de Bogotá.
A mitad de año, solían visitar la ciudad natal del padre: “Para mi hermano y para mí ir a Neiva significaba dejar atrás las montañas, la niebla y los edificios de Bogotá. Era comenzar a pensar en sexo, gastar todo el día en una piscina hasta que nos ardían los ojos, cazar lagartijas y montar en moto sin camiseta. Era la promesa de lo salvaje, la ilusión de la libertad”, escribió en la revista Granta.
El papá era el dueño de la radio: en el camino oían boleros, baladas románticas de los setenta de artistas como Sandro. Pronto, Andrés Felipe comenzó a conseguir su propia música: el primer casete fue Rattle & Hum, de U2. Entre su colección también estaban The Cure, The Clash y The Smiths, música que sigue escuchando (con excepción de la banda irlandesa).
A los 15 años, después de que le regalaran un walkman, quiso formar un grupo de rock. Con el dinero recolectado con una rifa, compró un bajo, instrumento que le permitió corroborar algo que ya sospechaba: “No tengo nada de ritmo”. “Alter Ego” fue su banda de rock. Un desastre. Fracasaron en una audición para Radioactiva y, poco después, lograron hacerlo mejor (es decir, fracasar más estruendosamente) en una fiesta escolar: “Fue durísimo, los niños de primaria nos tiraban papeles”.
Esa tarde decidió abandonar la música y le regaló el bajo a su hermano. El fiasco musical desembocó en la lectura, aunque en la casa Solano Mendoza solo hubiera enciclopedias de colores y libros del Círculo de Lectores.
En la época universitaria, Andrés Felipe estudió inglés en New Jersey. Aburrido de las clases, prefirió lavar platos y atender mesas en Hoboken; la escritura se concentraba en cartas, dirigidas a su amigo Juan David Correa, actual director de la revista Arcadia.
Pero la música nunca abandonó al cronista. Con su esposa ha enriquecido una colección de acetatos; ha compuesto varias letras de canciones (para Los hermanos Cuervo, por ejemplo), y en repetidas oportunidades le ha propuesto a Cecilia, música de formación, que conformen un grupo: “Ella sabe que soy un desastre, a lo mejor le da pena con los amigos”.
Su obra es muy musical…
Eso espero. Me parece buenísimo que lo sientas así. Cuando escribo, mi radio interior debe estar sintonizado para equilibrar entre la construcción de los personajes y de un argumento con la musicalidad del lenguaje, la sonoridad. Las tres cosas deben estar bien anudadas.
¿Cuál es su método de trabajo?
Esta última (novela) ha sido más planeada. Dividí las notas que tomé durante tanto tiempo. Tengo un pequeño plano, no muy detallado. Siempre tengo que tener claro el final: ahí es cuando empiezo a escribir realmente, a perseguir esa escena final a lo largo de todo el libro. Después eso cambia, pero lo único preestablecido es el arranque y el final.
El lujo de planear el final se lo puede dar con las novelas, pero se mueve entre la realidad y la ficción…
Estos dos libros de ficción (Sálvame, Joe Louis y Los hermanos Cuervo) son muy particulares, pero cuando hacía crónicas me gustaba también tener pequeñas camisas de fuerza para encaminar la crónica, no estar al galope total como me pasa en la novela. Necesito estar desbocado en una novela y tener un poquito más de control cuando hago las crónicas. Necesito esas dos cosas en mi vida, por eso creo que lo sigo haciendo. El año pasado, en Salario mínimo y el diario había entradas mucho más controladas, mucho más explosivas, más torrenciales, pero eran corticas. Otras eran pequeñas crónicas. Son reglas que me autoimpongo.
En un momento de su vida dijo: lo mío no es la música. ¿Con la escritura siempre está cómodo?
Sí. Yo nunca escribí en el colegio, le escribí un poema a la Virgen a los siete años, un intento de cuento, y no escribí nunca más. Al final de la carrera de Literatura traté de escribir otro par de cuentos y, antes de acabar, empecé a trabajar como periodista en Cromos: la necesidad de escribir salió por ese lado, haciendo crónicas, teniendo la vaga idea de una novela que después comenzó a hablar. Una vez la probé (la escritura) se convirtió en un vicio muy potente. Un poco asustador, a veces.
¿Se siente con frecuencia insatisfecho con lo que escribe? ¿Bota material?
No boto material. En el fondo, si me pongo a pensar bien, mi gran preocupación es esas zonas grises donde la ficción y no-ficción se cruzan. En mi primera novela (Sálvame, Joe Louis) hay un personaje que es un periodista viejo, basado en una persona que conocí, Henry Holguín. Él fue cronista de Cromos. Era muy loco, se inventó muchas cosas. Mi personaje es un periodista que se inventa historias. Salario mínimo es un ejercicio muy literario: yo era otra persona, después me di cuenta de eso. Creo que la mayoría de novelistas escriben para ser otra persona. Es algo que planifico pero que está en el centro de lo que estoy tratando de decir o de indagar. El único dogma al que me acojo es: en la noficción no puedo inventar.
En Una soledad demasiado ruidosa, Bohumil Hrabal hace una especie de “declaración de principios ante el lector”. No es usted el escritor que le habla desde un palco a un público, también ha “declarado sus principios”. Eso, y el tono, desencadena la intimidad.
Eso es lo que intento. No podría escribir de otra manera. Los escritores que me gustan son los que logran esa intimidad. Siempre que lo digo pienso: no voy a volver a decir esta tontería, pero yo creo que escribo para reproducir lo que sentí cuando empecé a leer a los 14 o 15 años, que era sentirme acompañado en el mundo. Mi vida estaba cambiando como la de cualquier otro adolescente, al leer me sentía acompañado por mucha gente. Esa zona de intimidad es la que trato de reproducir.
“Supongo que escribir es un acto de resurrección. Escribir es resucitar el pasado, el mío, el de los otros”, escribe en su diario. Se siente suicida y a la vez resucitado…
Bueno, sí, doy toda la vuelta. En las dos novelas que he escrito el final es un poco eso: después de un viaje complicado, que es a la vez exterior e interior, una búsqueda exterior que termina siendo una búsqueda interior. Es una resurrección, una declaración de que estoy dispuesto a seguir con mi vida a pesar de lo que ha pasado. Hay una frase de Hrabal que me encanta: algo así como que la escritura es su consultorio sentimental, su confesionario. Yo siento lo mismo, añadiría mi burdel, mi gimnasio y mi río.
¿Ha contemplado la idea del suicidio (no literario)?
En la adolescencia, eso es común a cierto tipo de adolescentes. En algún momento, cuando empecé a trabajar como periodista, sentía más una pulsión de muerte que la idea del suicidio. Estaba llevando una vida un poco al límite: con el trabajo, drogas, alcohol… ¡la vida del periodista! Cuando yo empecé en Cromos, todavía se podía fumar, eran cierres semanales, súper agitados. Nos emborrachábamos en el cierre, todas las semanas. Después, entré a Publicaciones Semana a trabajar en Soho, y me hice medio amigo de una persona que cubre cosas muy escabrosas, sus fuentes eran lo más escabroso de Colombia, como paramilitares y el DAS. Con él nos emborrachábamos y hablábamos mucho. Las conversaciones terminaban alrededor de la muerte. Trato de recordar: yo diciéndole que, de alguna manera, envidiaba un poco su trabajo, sabiendo lo terrible que era, porque esa presencia de la muerte estaba más clara que la que yo tenía desde mi trabajo. No he vuelto a pensar en el suicidio, eso se alejó un poco. Me ha ido bien en el matrimonio: eso ha contribuido, le ha dado balance a mi vida.
Se formó con jesuitas, ¿cree que hay vida después de la muerte? Yo creo que esto se acaba aquí.
No sé si sea una respuesta a mis 12 años de catolicismo: creo que nos morimos y ya.
¿No tiene relación con ningún tipo de religión o cualquier otra forma de pensamiento mágico?
Me he vuelto muy pragmático a ese respecto. A veces me dan ciertos arranques de visitar sitios de oración, voy a templos budistas, necesito sentarme un rato solo, sin hablar y sin pensar mucho. Voy en una forma de agradecimiento callado, no sé por qué ni a quién. No repito cosas en mi cabeza, es solo un acto de agradecimiento.
Corea, el lugar con la tasa de suicidios más alta entre los países industrializados, es el hogar actual de Andrés Felipe Solano.
Vive solo en una residencia para escritores ubicada en Seúl, donde se dedica a escribir su tercera novela mientras espera a Cecilia, que permanece en Madrid cumpliendo con un contrato en el centro cultural coreano.
La residencia es una propiedad grande en medio de un barrio, con jardines inmensos. A un lado de la habitación, algunas prendas colgadas, desorden, y una nevera pequeña. Ayer debía mercar. No lo hizo.
Solano fuma dos Marlboros blancos al día, a pesar de que lo suyo era el Lucky Strike, difícil de conseguir en Corea. No tiene tableta, prefiere el papel, el 80 por ciento de su biblioteca permanece en la casa de su mamá, en Bogotá. De vez en cuando, se para a un anaquel inexistente, para coger un libro que está a una vuelta al mundo de distancia: “Es como un miembro fantasma, creo tenerlo en mi estudio en Corea”.
Cuando escribió la primera novela, mantenía cinco o seis libros con los que quería conversar. En su reciente retorno de España, trajo varias obras. El Vals de Mefisto, de Sergio Pitol, e Insensatez, de Horacio Castellanos Moya, están sobre su escritorio.
Al resto de las cosas se adapta, pero le cuesta estar lejos de sus lecturas. Casi no lee cuento y ensayo. No raya libros, su acto más “agresivo” consiste en doblar una puntica de la hoja, confía en su capacidad para recordar, permite que las lecturas sigan latiendo con naturalidad en él: “Si he sentido con el libro un lazo real, en algún momento saldrá cuando esté escribiendo”.
Son pocos los autores que han viajado en su maleta desde Bogotá hasta Seúl (Juan Carlos Onetti, Rubem Fonseca y Saul Bellow). Tomás González es el escritor colombiano que siente más cerca “a pesar de que en sus libros no hay una gota de humor”.
Colecciona libros de fotografía, la imagen es muy fuerte en su vida. Por ejemplo, en su novela anterior sintió la presencia del director de cine Aki Kaurismäki: “Me lo imaginaba a él y sus películas, donde no pasa mucho: la gente está fumando, oyendo música, comiendo, pensando. Una atmósfera muy definida. Hombres solos, mujeres solas, involucrados en un thriller sentimental, íntimo. Pero lo que se está moviendo son cosas por dentro de los personajes. Si mi novela nueva llega a buen puerto quisiera que fuera una novela negra existencialista, un thriller íntimo”.
Cuando está al lado de Cecilia, van una o dos veces semanales a cine, Seúl ofrece desde Hollywood hasta festivales europeos. La últi ma película que vio en español en una sala de cine coreana fue Relatos salvajes.
Cabeza de turco, de Günter Wallraff, era la referencia literaria más cercana que Solano conocía sobre periodismo de suplantación. Para Soho, había realizado un ejercicio similar al de Hunter Thompson con los harlistas, después pasó un día al lado de un ciego, hasta que la revista le propuso un reto mayor: vivir durante seis meses con un salario mínimo colombiano.
“Desde el principio me di cuenta de que iba a ser un impostor, tenía que ser honesto con el lector sobre las dudas que tenía. Yo no había medido las consecuencias de aceptar ese trabajo –continúa–: le estaba mintiendo a un montón de gente, pero necesitaba hacerlo para contar la historia”.
Después de seis meses de trabajo en la compañía Tutto Colore, en el sector de Guayabal, en Medellín, el cronista estaba fuera de forma, “muy lerdo”, y debía entregar el texto en dos meses: “Cuando empecé a escribir, se volvió una bola de nieve”.
Daniel Samper Ospina recuerda que Soho contrató a Julio Villanueva Chang, fundador de la revista Etiqueta Negra, para que trabajara con Andrés Felipe: “No recuerdo de otro caso en que una crónica tuviera un editor de textos metido de cabeza puliendo cada frase”. Samper Ospina explica: “El episodio de inmersión fue tan profundo, que fue necesario acudir a una figura semejante para que pudiera recuperar la perspectiva”.
En 2015, Salario mínimo, la crónica que partió en dos la vida de Andrés Felipe Solano, se convirtió en un libro de Tusquets, editado por la cronista argentina Leila Guerriero.
El último párrafo de ese libro es, de la producción propia, lo que más satisfecho ha dejado al escritor: “Ahora, bailando en medio de la pista de Brisas de Costa Rica, pienso que tal vez buscaba esto cuando vine a Medellín.
No escribir una crónica. No regresar a casa con una buena historia. No una mujer, ni una iluminación, sino apenas esto: dar vueltas y vueltas y cantar con los ojos cerrados para no olvidar que la vida es una montaña rusa que sube y que baja, como las olas del mar, como la marea. Que todo el tiempo algo viene, que todo el tiempo algo se va. Y que esa es nuestra tragedia, pero, también, nuestra única esperanza”.
Aislarse no es sencillo. Todas las mañanas, cuando están juntos, Andrés Felipe le entrega el cable del internet a Cecilia, antes de que ella salga a trabajar. El celular sin plan de datos no le deja opción distinta a dedicarse a la escritura.
Los dokseosil o cubículos que los jóvenes coreanos en edad escolar usan para estudiar aislados, también han sido un refugio para el escritor.
En la actualidad, está en etapa de revisión de su nueva novela: “Me enteré de una historia en la que no quise ahondar, le pregunté a otro par de personas, y empecé a escribirla en mi cabeza, a tomar notas. Me dije: tengo que sentarme con esta persona a que me cuente toda esta locura, pero no, con los datos básicos me la inventé”.
El mundo de lo doméstico entretiene “al mono que habita la cabeza” de Solano. Durante las pausas de escritura, lava platos: “Es una práctica zen para mí, me despeja”. A Cecilia y Andrés Felipe les gusta cocinar juntos. Sin embargo, ella se horroriza cada vez que su marido insinúa que deberían abrir un restaurante coreano en Colombia.
No hay nada absolutamente indispensable en las mudanzas de esta pareja. En 2013, cuando llegaron a Seúl, tenían solo dos maletas. Un año después, llenaron un camión de mudanzas. Por ahora, su vida está cerca del Han, el río que atraviesa Seúl.
¿A cuál lugar llama hogar?
Nací en Colombia. Cuando escribo pienso en Colombia. Un par de personajes y mis historias se mueven en otros países, pero son colombianos. En este nuevo libro un personaje es coreano, pero ha vivido desde los sesenta en Colombia. Colombia está presente, tarde o temprano volveré. Lo que sí he pensado es que tal vez no vuelva a Bogotá, de pronto a Medellín, pero esa decisión no es unívoca. Creo que a Cecilia le gustaría, cada vez le cuesta más lidiar con el frío. De viejita le va tocar vivir al lado del mar o en Medellín. Sólo después de casarme me di cuenta: mierda, me casé con una costeña. Busán es una mezcla de Barranquilla y Cartagena.
Fue buena idea “haberse puesto la corbata” la noche de los finalistas del PBNC
No me habían dicho que tenía que pararme a decir algo en la ceremonia. Héctor (Abad Faciolince) nos dijo: ahí cada uno sale a presentar su libro. Yo sufro de pánico escénico, últimamente lo resuelvo… pero decir eso (“me puse corbata porque de pronto me ganaba este premio”) fue lo que me salió. Tengo varias corbatas, me gusta ponérmelas de vez en cuando, algunas me las heredó mi papá, otras las he comprado. De hecho, cuando salí del hotel, no me la iba a poner, a pesar de que la había llevado, pero pensé: Si no es hoy, ¿cuándo?
Andrés Felipe Solano “daría la vida por ir otra vez a Brisas de Costa Rica”, el bar de Salario mínimo. En él pervive un impulso de retorno a Medellín: para conversar con sus amigas paisas, recoger el celular que se le quedó tirado en el carro de Pascual Gaviria; o para escribir un guion de cine (un productor australiano residente en la capital antioqueña le propuso trabajar juntos).
Desde hace dos años, Andrés Felipe Solano no tiene la necesidad de buscar historias para pagar las cuentas. La literatura le permite vivir bien, la crónica dejó de ser prioridad en su proyecto creativo: “Creo que como cronista he llegado a mi propio techo. Con mis recursos, he llegado a lo máximo que puedo hacer. En ficción sí puedo hacer más”.
Leer un libro del ganador del Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana 2016 es una forma de pérdida de la voluntad, de obediencia literaria: el lector sabe que deberá detener la lectura en algún momento (para ir al baño, tomar agua, abrir la puerta, dormir), pero es incapaz.
Para este autor, dedicarse a la escritura es una suerte de muerte voluntaria que, paradójicamente, da sentido a su vida. Y es que después de cada punto final –él bien lo sabe–: vuelve a resucitar .
Cortesía de: http://www.eafit.edu.co/medios/eleafitense/110/Paginas/la-cantera-del-suicida.aspx