El tono con el que hablan por estos días tanto analistas como líderes políticos da la impresión de que este no es momento de celebraciones. Poco importa, al parecer, que la pandemia parezca estar bajo control gracias, sobre todo, a la aplicación de casi 6.500 millones de vacunas, que han sido recibidas –al menos una dosis– por el 46 por ciento de los seres humanos.
Tampoco es motivo de gran júbilo que la economía mundial esté creciendo bien, con lo cual tres de cada cuatro países que estuvieron en recesión el año pasado hayan retomado los niveles de producción que tenían antes de la aparición del covid-19. La ansiada reactivación en forma de V es una realidad en muchas latitudes, si bien ya casi nadie habla de ella.
Lo que encabeza los despachos de la prensa internacional, en cambio, son los problemas del ahora. En China e India, las noticias giran en torno a los cortes de energía que golpean masivamente a dos naciones en donde habitan más de una tercera parte de los pobladores del planeta.
Más hacia el occidente, en Europa, lo usual es quejarse de los precios de la electricidad, que reflejan un salto sin precedentes en las cotizaciones del gas natural. Y de este lado del Atlántico, en Estados Unidos, la inflación empieza a afectar el ánimo de los consumidores, cuya confianza está en su punto más bajo de los últimos siete meses.
Es cierto que en el hemisferio sur las urgencias no son exactamente las mismas, aunque los ceños fruncidos también se ven con frecuencia. La eventualidad de tasas de interés más elevadas en el ámbito global es motivo de desvelo de los ministros de Hacienda, especialmente después de que el saldo de la deuda pública subió para hacerle frente a la emergencia sanitaria.
Que el ambiente está cargado, es algo que será evidente la semana próxima, cuando se reúnan en Washington –de manera virtual, principalmente– los delegados de las naciones que integran el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, con motivo de las asambleas anuales de ambos organismos. Puede ser que la amenaza del coronavirus venga en descenso, pero otras han tomado su lugar.
Nadie lo vio venir
La gran ironía es que lo uno está directamente relacionado con lo otro, porque buena parte de los dolores de cabeza presentes son consecuencia de la pandemia. Para ponerlo de manera esquemática, las restricciones impuestas con el propósito de disminuir la velocidad de los contagios ocasionaron –y todavía causan– problemas serios en la provisión de bienes y servicios que plantean desafíos que nadie tenía en el radar.
Así sucede con el tráfico marítimo, golpeado por los cierres intempestivos de puertos que alteraron el funcionamiento de la cadena de suministros en los cinco continentes. Una especie de efecto dominó disparó el costo del transporte en barco y llevó a la suspensión de líneas de producción por la falta de partes esenciales, lo cual se siente desde la industria automotriz hasta la de electrodomésticos.
Dado que la reactivación llegó de manera tan rápida, los cuellos de botella se hicieron aún más notorios y elevaron los costos de manufactura. Supuestamente el fenómeno es temporal, pero su solución viene prolongándose.
“No solo se presentan dificultades en materia de altos fletes, sino también por la escasez de contenedores e incumplimiento de itinerarios de las líneas navieras, generando costos adicionales de almacenamiento”, dice el presidente de Analdex, Javier Díaz. Tarifas más altas, tarde o temprano se traducirán en productos más caros.
Más complejo todavía es lo que viene sucediendo con los insumos energéticos. El carbón, que es el combustible con el que se genera más de una tercera parte de la electricidad en el mundo, comenzó a escasear debido al cierre de minas tanto de manera temporal como de forma definitiva.
Sin ir más lejos, dos de las cuatro explotaciones más grandes de Colombia –que es el quinto exportador más grande del mineral– clausuraron sus puertas. En otras latitudes, ya sea el clima o la geopolítica se sintieron en los despachos. China, para citar un caso, dejó de comprarle a Australia porque esta última criticó su comportamiento en Asia.
El desenlace fue una escasez significativa del combustible. Tanto, que en numerosas ciudades chinas los racionamientos han llevado a que las fábricas solo puedan operar un par de días en la semana, mientras que en India las plantas reportan que sus inventarios equivalen a apenas 72 horas de consumo, lo cual hace inminentes los apagones masivos.
En el Viejo Continente, por su parte, los parques eólicos –que han sido una de las grandes apuestas en el propósito de moverse a fuentes renovables de energía– bajaron su rendimiento en 15 por ciento durante los meses recientes, debido a la menor velocidad del viento. Para colmo hay estrechez en la disponibilidad de gas, algo en lo cual Rusia parece estar jugando sus cartas para asegurar la construcción de un nuevo gasoducto con el fin de atender los mercados europeos y –de paso– aumentar la dependencia de Moscú.
Millones de hogares y consumidores están sintiendo en sus facturas los efectos de la situación. Por su parte, las termoeléctricas decidieron usar derivados del petróleo como sustituto para responderle a la demanda.
Haciendo cuentas
Dicha determinación hace más compleja la realidad de los hidrocarburos. Como es conocido, después del descalabro en las cotizaciones del crudo –que llegó a tener valor negativo en abril de 2020– como resultado de la parálisis económica y una breve guerra de productores, los países que pertenecen a la Opep y Rusia firmaron una tregua.
Esta incluye reabrir las válvulas de manera gradual, a pesar de que la demanda ya bordea los 100 millones de barriles diarios. Debido a ello, los precios superaron los 80 dólares por barril y hay quienes dicen que seguirán hacia arriba.
Todo lo anterior es motivo de preocupación, ahora que viene la temporada de invierno en el hemisferio norte. Cortes de luz, además de gasolina y kilovatios más caros, forman parte del futuro previsible para miles de millones de personas.
Si esto se va a prolongar durante pocos o muchos meses, es imposible decirlo. Lo único cierto es que el repunte en los precios de los bienes primarios beneficia a Suramérica, en general, y a Colombia, en particular.
Más allá de que la capacidad de producción sea inferior a la de hace un par de años, el hecho de que las cotizaciones del petróleo se hayan duplicado, mientras que las del carbón se han multiplicado por cinco con respecto a hace 12 meses –a más de 200 dólares la tonelada–, representa un alza tan significativa que compensa los menores despachos. “Es una coyuntura totalmente inesperada”, subraya el profesor de la Universidad de Columbia José Antonio Ocampo.
De tal manera, los ingresos de divisas serán mayores, lo cual le quita presión a la tasa de cambio, al tiempo que el recaudo de impuestos y regalías superará lo presupuestado. En medio de la estrechez fiscal, el escenario de las cuentas públicas apunta a ser menos complejo.
Además, la dinámica del sector comienza a aumentar. El viernes, la Agencia Nacional de Hidrocarburos informó de la suscripción de cuatro contratos de exploración y producción frente a las costas de los departamentos de Magdalena, Atlántico y La Guajira, con compromisos de inversión cercanos a los 1.400 millones de dólares.
Por su parte, la extracción de carbón llegaría a 60 millones de toneladas, con un incremento del 20 por ciento frente a la del año pasado, aunque todavía lejos de los 91 millones de 2016. José Miguel Linares, presidente de Drummond, que es la operación más grande del país, dice: “Estamos sacando todo lo que podemos, aunque las lluvias afectan nuestra capacidad”. Y agrega: “El momento es bueno y hay que aprovecharlo”.
Combinados esos factores, no resulta extraño que más analistas proyecten para Colombia una tasa de crecimiento mucho más elevada que lo previsto. En días pasados, el Banco Mundial habló de 7,7 por ciento de expansión durante 2021, mientras que JP Morgan elevó su pronóstico al 9 y Bancolombia, a 9,6 por ciento.
Señales cruzadas
No obstante, casos de mejoría como el colombiano contrastan con el nerviosismo creciente entre los observadores. El principal motivo de preocupación es el alza en las tasas de inflación, que es norma general y que, en lo que atañe a las economías emergentes, ha llevado a numerosos bancos centrales a aumentar sus tasas de interés.
La pregunta de fondo es si en el mundo desarrollado va a pasar lo mismo. Al respecto, el Fondo Monetario ha enviado un mensaje relativamente tranquilizador en el sentido de que las presiones sobre los precios son de carácter temporal y que deberían bajar el próximo año.
De ser ese el caso, tanto la Reserva Federal en Estados Unidos como el Banco Central Europeo se abstendrían de apretar los torniquetes para frenar la carestía. En la medida que el costo del dinero siga siendo relativamente bajo, habría una especie de aterrizaje suave que, en todo caso, no está garantizado.
Aun así, los pesimistas afirman que se podría estar incubando algo parecido a lo de hace 50 años, cuando los grandes productores de petróleo elevaron el valor del barril de crudo. En ese momento, las economías desarrolladas se estancaron mientras la inflación seguía su curso y el desempleo subía, lo que produjo efectos en otros terrenos, como el político.
Expertos como Ocampo opinan que las condiciones ahora son muy diferentes y que el peligro de una estanflación es muy reducido. En cualquier caso, hay advertencias de que ciertos desequilibrios persisten o se han agudizado, por lo cual los rezagos del covid-19 seguirán ocasionando choques entre las placas tectónicas de la economía, que desembocarán en uno que otro temblor importante.
Una mención aparte merece la transición energética, que consiste parcialmente en alejarse de forma paulatina de los combustibles fósiles para la generación de energía. Aunque nadie pone en duda que las fuentes renovables serán cada vez más relevantes, el ajuste puede ser complejo y llevará a variaciones de precio súbitas por cuenta de cuellos de botella como el de ahora.
Los picos incluso podrían ser más extremos debido a que las cosas ya no funcionan como antes. En años anteriores, una bonanza de precios llevaba a un salto en los flujos de inversión para buscar y extraer más petróleo, carbón o gas. Pero actualmente los recursos disponibles son mucho menores, entre otras porque los grandes fondos o los bancos no quieren exponerse al lío reputacional de financiar actividades a las que se les atribuye la responsabilidad del calentamiento global. Paradójicamente, ello le pone un techo a la oferta y eleva la rentabilidad para quien está en un negocio al cual muchos menos quieren entrar.
En conclusión, el mundo está atravesando una extraña época en la que se combinan cuellos de botella de corto plazo con cambios fundamentales de largo plazo. La combinación de ambas fuerzas está haciendo más tortuoso el camino de la recuperación para algunos, así la crisis de la pandemia empiece a quedar atrás.
Y esas tensiones traen secuelas sobre el bienestar de los consumidores, que sienten que el dinero comienza a alcanzarles para menos. Quienes conocen la historia saben que, tarde o temprano, una realidad de esas características derivará en consecuencias electorales. De ahí que ahora la urgencia, ya sea en oriente u occidente, al norte o al sur, sea la de ponerle el tatequieto a otro virus. El virus del descontento.
Cortesía de El Tiempo.