Por Ariel Armel , Bartolino 1953
Muy queridos amigos Bartolinos:
En Ibagué, en el año de 1950, sostuve la más insólita controversia de mis primeros años, con mi familia. Insólita porque era llena del más puro, profundo y limpio de los afectos. Yo tenía 14 años de edad y quería con la mayor terquedad, trasladarme a Bogotá para vivir como estudiante interno solamente en un colegio: el colegio de San Bartolomé La Merced.
¿Y por qué razón? Porque por muchos testimonios que había conocido y me daban toda fe, tenía el convencimiento de que el colegio de mejores calidades y mayor jerarquía, que colmaría todos mis anhelos para continuar los estudios de bachillerato, era, precisamente, el famoso colegio de San Bartolomé La Merced en Bogotá.
En los colegios donde yo cursé mis estudios antes de 1951, casi todos los compromisos del aprendizaje tenían como fundamento la memoria. La clase de zoología era solamente para aprender, con rigurosa exactitud, tal como estaban escritos, el nombre científico de 1700 animales. Y en la cátedra de botánica, nos hacían memorizar, estrictamente, el nombre científico de infinidad de árboles, flores, legumbres, hortalizas y centenares de vegetales exóticos y desconocidos.
En fin, el tiempo del colegio transcurría, pesadamente, en la mañana y en la tarde, entre monólogos y soliloquios y todo dependía, casi sin excepción, de la memoria.
Yo quería otra cosa, muy diferente. Yo quería aprender a pensar, yo quería conocer los fundamentos de la vida. Saber de nuestra historia. Conocer los principios de la existencia y cuáles las batallas que deberíamos librar para aprender a vivir.
En San Bartolomé, nuestros maestros más próximos eran los jóvenes de escasos veinte años, que se estaban formando para ser sacerdotes de la compañía de Jesús. Con ellos manteníamos un dialogo constante, enriquecedor, formidable. Ellos, en medio de comentarios alegres comenzaron a mostrarnos el origen y la grandeza de las ciencias, los misterios del universo y los porqués de los milagros de la naturaleza.
Recibí lecciones tan elocuentes, que me sentí capaz de ser miembro activo y destacado de nuestro centro de reunión cuotidiano: la academia literaria Jorge Isaacs.
Y nacieron en mi ánimo iniciativas tan venturosas, que organicé un plan maestro, a mi manera, para que los empleados del colegio que realizaban las tareas domésticas, comenzaran a introducirse, tímidamente, en el conocimiento elemental de las conductas que toda persona, de buen talante, debe asumir para construir la más grande de las grandezas: la dignidad de la vida sencilla.
Pero también aprendí que, si la ley divina preside la dirección de nuestra existencia, la ley que los hombres se dan para ordenar sus comportamientos, debe cumplirse. Y que como solía repetirlo el jurista español, Luis Legaz Lacambra, las leyes son para la vida, o no sirven para nada.
En fin, no me queda ninguna duda al afirmar que allí comenzó a germinar la semilla que me permitió crear, con el esfuerzo solidario de centenares de hombres y mujeres virtuosos, multitud de pequeñas fortalezas para proteger desde cada rincón, uno a uno, los sagrados derechos de la comunidad. Ciertamente, nadie sabe de lo que es capaz hasta que lo intenta.
Hagamos la vida, entonces, como nos enseñaron que debemos hacerla. Pero, hagámoslo bien.
Hoy, desde cualquier punto de nuestra galaxia, ¡que bella e imponente fortuna!, podemos ver con asombro, pero felices, la inmensidad de Dios.