Una bonanza inesperada
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El germinar de las auroras

Por Fernando Panesso Serna

Como si tratara de una saga de plagas bíblicas, la humanidad del siglo XXI ha recibido dos azotes sucesivos e implacables.

La pandemia sacudió los cimientos de esta época de avances tecnológicos y maravillas digitales, dejando a su paso la caravana de los muertos ecuménicos y una estela de desastres económicos y sociales, cuyas consecuencias apenas se comienzan a percibir. Tiene, sin embargo, un atenuante pródigo: la rapidez con la que la ciencia médica respondió con el antídoto, con el remedio para evitar que las vidas humanas se fueran catapultadas por la muerte como en los tiempos de la peste negra o el más reciente pavor de la gripa española.

Dos años después del ataque viral, con países asomándose a una vida que nunca volverá a ser normal pero que se esfuerza por serlo, irrumpe el fragor de la guerra. Injusta, inadmisible, carente de sentido, inmune a las razones de quien la desató. Ucrania, un país atenazado entre el borde ruso y la ventana al Mar Negro, en cuya costa opuesta se extiende el horizonte de Turquía, está siendo tomado, arrasado en sus primeras ciudades. Como ha explicado Diana Uribe, y ha reflexionado con un eco certero el escritor Carlos Gustavo Álvarez, es una guerra del siglo pasado traída al presente sin ninguna piedad y con mucha menos razón de ser.

El rechazo, en esta nueva sociedad de redes sociales y evidente globalización digital, ha sido radical. Desde todos los rincones del planeta. Es la protesta mancomunada de miles de millones de personas que vienen cansadas de las secuelas de la pandemia, pero, sobre todo, que no quieren volver a escanciar en sus conciencias el estropicio de los tanques, los estragos de los bombarderos, la crueldad de las armas.

Las mismas personas que al oír los pasos de un fantasma llamado “Tercera Guerra Mundial”, saben que su única estulticia nuclear la convertiría en la última, la más feroz, la destinada a devastar sin consuelo esta tierra que algún día fue prometida por Dios.

Como diplomático, que ejerció sus funciones en los Estados Unidos, en Ecuador y en la bella Turquía, desde la que se llegaba a Ucrania como en un viaje de Simbad, quiero poner mi fe en varios poderes.

En el de la razón, por supuesto, que permita desarmar mentes y espíritus y frene ambiciones expansionistas que buscan revivir los imperios de Pedro El Grande y el mismo Joseph Stalin en años más recientes.

En el poder de la diplomacia, que siempre entendí y practiqué como el instrumento de la paz. Junto a sus inherentes funciones de servicio y entronque entre los países, la diplomacia es, ¡cómo no destacarla!, la llave del diálogo, del acercamiento entre antípodas, de la solución de conflictos, tan valiosa para ejercerla desde los ámbitos colosales internacionales hasta las sencillas relaciones cotidianas.

Por eso debemos convocar esos poderes. Y el poder del amor. Nuestra generación, ya mayor y veteada por las canas, está cansada de la pugna, del enfrentamiento que trunca la cooperación de los pares, del conflicto sin posibilidad de diálogo.

¡Imagínense los jóvenes, que no entienden cómo hemos podido enraizarnos en los extremos!

Confiemos en que estas fuerzas nacidas en los miles de millones de corazones humanos que se oponen a la guerra puedan detenerla y enviarla al pasado sin remedio. Y no hablar de epitafios sino de alboradas y jamás sembrar cruces sino ver cómo germinan las auroras de un nuevo mundo.

Por Fernando Panesso Serna

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